El mal de Alzheimer, o demencia senil,
es una enfermedad degenerativa que ataca las células nerviosas del cerebro produciendo un progresivo
deterioro cognitivo y una disminución de la masa cerebral. Sus primeros
síntomas pueden confundirse con la vejez o el estrés de una persona normal,
puesto que suelen ser pequeñas desorientaciones temporales o espaciales y
episodios de pérdida de memoria. Con el tiempo, sin embargo, el deterioro
intelectual se hace cada vez mayor, afectando no sólo los recuerdos sino
también la personalidad de quien la sufre. En su etapa final, el paciente no
puede realizar las tareas más sencillas por su cuenta y debe recibir asistencia
permanente.
Es poco lo que se sabe acerca de sus orígenes y es, en la actualidad,
incurable, aunque su importancia es cada vez mayor. Aunque no se sabe a ciencia
cierta cuáles son sus causas, en general se acepta una combinación de
predisposiciones genéticas, condiciones ambientales y hábitos modificables que
incidirían en la aparición de la enfermedad. Se recomienda entonces una dieta
equilibrada, hábitos intelectuales de “gimnasia cerebral” y un descanso
adecuado como factores que podrían prevenir o retrasarla.
Una investigación de la Universidad de Florida ha encontrado que el cerebro,
al enfrentar situaciones de tensión y nerviosismo, produce una proteína llamada
Beta-amiloide. Esta proteína, al alcanzar cierto nivel, desencadena el
deterioro cerebral que conocemos como enfermedad de Alzheimer.
El estudio fue realizado experimentalmente, primero en ratones y luego en
tejido humano, por el equipo del Centro de Investigación Traslacional en
Enfermedades Neurodegenerativas de la Universidad de Florida. Su director, el
Dr. Todd Golde, señaló que “estos
factores blandos, no genéticos, son más difíciles de investigar”, puesto que no pueden aislarse
completamente en condiciones de laboratorio. Es por ello que la investigación
presenta un desafío doble: buscar nuevos métodos de análisis y reducir hábitos
y condiciones ambientales estresantes que, entre otros males, también parecen
influir en el Alzheimer.
La gestión cotidiana del estrés forma parte de los desafíos a enfrentar en
el ambiente laboral. La investigación médica muestra el impacto que tiene
en la salud neurológica de los trabajadores: generar un buen clima de trabajo,
evitar la sobrecarga de tareas y responsabilidades y respetar los espacios de
relajación ayudan en la reducción del estrés laboral y sus efectos adversos
sobre la organización y la salud de los trabajadores.
Lo mismo es válido para nuestra vida personal: aunque a menudo
soportamos condiciones estresantes en la medida en que nuestro cuerpo puede
sostenerlas, lo cierto es que los efectos de esa manera de trabajar son
duraderos y repercuten en nuestra salud futura. La relación con el Alzheimer
nos da un motivo más para repensar el lugar del estrés en nuestra vida
cotidiana.
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